La fiesta mexicana por excelencia: la charreada, es el escenario perfecto para que la sociedad colotlense se reúna; para que las mujeres hagan gala de su belleza, vestidas a la usanza vaquera, con botas, sombrero, jeans y el sello especial de nuestro pueblo: el cinturón piteado. Los varones vestidos a toda gala, haciendo ostentación de dobles y redobles cintos piteados, sombreros de incalculables x’s, aprovechan la oportunidad para gritar a todo pulmón, convivir con amigos y familia, y desde luego darse gusto con un trago o una cerveza. Es una fiesta para reír, admirar, exhibir, disfrutar, ovacionar e incluso disentir con los jueces y vecinos de grada.
La fiesta charra es el único sitio donde nos damos gusto de reírnos a carcajada abierta y con total impunidad de la mujer, los charros, las suegras, e incluso nosotros mismos, merced al narrador que entre pausa y pausa adereza el festejo con un chiste o comentario picante.
La tambora con sus festivos sones y corridos eleva los ánimos con el trepidar de sus instrumentos, entre los muros y los alborozados corazones. Las complacencias están a la orden del día y cuando los silencios se prolongan demasiado, nunca falta el gritón, que a voz de cuello exclama: y esos músicos trompa de hule a toque y toque. Grito que arranca inevitablemente la hilaridad de una concurrencia, harto predispuesta a divertirse.
En un ambiente de festejo, los charros vestidos con los trajes de faena, en colores claros y luciendo soberbios pencos, de extraordinaria musculatura y belleza, se dejan admirar de las mujeres y envidiar de los hombres. En tanto que soberbios, fingen concentrarse tan solo en su tarea.
Las diferentes suertes ponen a prueba la resistencia de los espectadores, con la angustia en un hilo. Desde que inicia el festejo con la cala de caballo, las mujeres ahogan un oh de sorpresa y admiración, con el jinete que detiene su corcel milagrosamente a centímetros del muro. Los píales en el lienzo, hacen vociferar a los expertos y los toros derribados aparatosamente, despiertan la algarabía de todos los presentes. Cuando la yegua sale despotricando incontenible, la respiración de los centenares de espectadores se ve contenida en el pecho, y es solo hasta que el jinete salta victorioso del lomo del animal, que vuelven a respirar con normalidad. Las manganas a pie o caballo, siempre absorben la atención del exigente público y el paso de la muerte, siempre cierra a tambor batiente la sesión. Cada momento de la charreada, es un momento especial, que requiere la atención total del público y de su respeto. Así terminada la faena, la gente regresa contenta y alborozada al pueblo, a seguir disfrutando de la noche. Y esperando la próxima cita de la fiesta mexicana por excelencia: la charreada.
La fiesta charra es el único sitio donde nos damos gusto de reírnos a carcajada abierta y con total impunidad de la mujer, los charros, las suegras, e incluso nosotros mismos, merced al narrador que entre pausa y pausa adereza el festejo con un chiste o comentario picante.
La tambora con sus festivos sones y corridos eleva los ánimos con el trepidar de sus instrumentos, entre los muros y los alborozados corazones. Las complacencias están a la orden del día y cuando los silencios se prolongan demasiado, nunca falta el gritón, que a voz de cuello exclama: y esos músicos trompa de hule a toque y toque. Grito que arranca inevitablemente la hilaridad de una concurrencia, harto predispuesta a divertirse.
En un ambiente de festejo, los charros vestidos con los trajes de faena, en colores claros y luciendo soberbios pencos, de extraordinaria musculatura y belleza, se dejan admirar de las mujeres y envidiar de los hombres. En tanto que soberbios, fingen concentrarse tan solo en su tarea.
Las diferentes suertes ponen a prueba la resistencia de los espectadores, con la angustia en un hilo. Desde que inicia el festejo con la cala de caballo, las mujeres ahogan un oh de sorpresa y admiración, con el jinete que detiene su corcel milagrosamente a centímetros del muro. Los píales en el lienzo, hacen vociferar a los expertos y los toros derribados aparatosamente, despiertan la algarabía de todos los presentes. Cuando la yegua sale despotricando incontenible, la respiración de los centenares de espectadores se ve contenida en el pecho, y es solo hasta que el jinete salta victorioso del lomo del animal, que vuelven a respirar con normalidad. Las manganas a pie o caballo, siempre absorben la atención del exigente público y el paso de la muerte, siempre cierra a tambor batiente la sesión. Cada momento de la charreada, es un momento especial, que requiere la atención total del público y de su respeto. Así terminada la faena, la gente regresa contenta y alborozada al pueblo, a seguir disfrutando de la noche. Y esperando la próxima cita de la fiesta mexicana por excelencia: la charreada.
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